“Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis: y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo”. 1ª de Juan 2:1
En la última reflexión escrita les comenté de mi compleja experiencia de salud cuando estuve varias horas inconsciente y al intentar vanamente reanimarme en mi inconsciencia comencé a alabar y glorificar la sangre de Cristo. Concluimos que ahí estaba haciendo carne o viviendo lo predicado en los últimos domingos, que yo no debía ir a juicio, pues Jesús había quitado mi pecado en la cruz, Él había tomado mi lugar en la cruz y en el río de gracia que desde la cruz manó, mis faltas habían sido lavadas y perdonadas. Qué felicidad es saber que, al momento de partir de esta tierra, aunque no seamos capaces de reaccionar Él vendrá por nosotros para presentarnos al Padre, como parte de sus frutos en la cruz.
Sin embargo, es necesario tener conciencia que aceptar ese sacrificio implica también responsabilidades con Dios respecto a nuestra conducta y comportamiento. Al respecto, aprendemos en Hebreos 10:26: “Porque si pecáremos voluntariamente después de haber recibido el conocimiento de la verdad, ya no queda más sacrificio por los pecados, sino una horrenda expectación de juicio, y de hervor de fuego que ha de devorar a los adversarios”.
La interrogante que uno debería hacerse es si el creyente debe vivir una vida de absoluta santidad en el sentido de nunca poder pecar, pues ya no habría otra posibilidad de perdón. Para responder de forma adecuada, necesariamente debemos acudir a las escrituras. Hay dos escritores en la Biblia que abordan este tema.
El apóstol Pablo en el capítulo 7 de la Carta a los Romanos, se dedica a analizar la existencia del pecado dentro de sí mismo, que lo llevaba a pecar, hallando que existía una ley en sus miembros que lo llevaba a cometer pecados, contraria a la ley de su mente que deseaba vivir para agradar a Dios. Terminada la reflexión de este tema por el apóstol Pablo, viene el clásico versículo de Romanos 7:24: “¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?”. Pablo, el gran apóstol, concluye en el versículo 25 “con la mente sirvo a la ley de Dios, mas con la carne sirvo a la ley del pecado”. En conclusión, el creyente, aunque ama a Dios y lucha diariamente para huir del pecado, siempre está expuesto al pecado por su humana condición.
Otro escritor que hace un análisis similar es el apóstol Juan en su Primera Carta Universal, capítulo 1, desde el versículo 5 al 10. Aquí el apóstol plantea que los hijos de Dios andan en luz, porque Dios es luz, por lo tanto, su manera de vivir y de comportarse debe ser distinta, llamando al creyente a una vida de comunión los unos con los otros. El apóstol Juan ve como algo tolerable que haya pecado en nosotros por nuestra condición humana y natural, por eso nos alienta presentando a Jesús como un ser fiel y justo que puede y desea perdonar nuestros pecados. Termina este análisis y escribe otro clásico de las escrituras, que podemos encontrar en 1ª de Juan 2:1: “Hijitos míos, estas cosas os escribo para que no pequéis: y si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo”.
Los creyentes no debemos pecar, pero por estar en este cuerpo humano y natural, se darán situaciones no esperadas e indeseadas en nosotros. Como dice el apóstol Pablo, por el pecado que mora en nosotros, como dice el apóstol Juan, porque la luz en nosotros es por momentos opacada por las tinieblas que nos manda el enemigo a nuestro caminar.
La obra de la cruz fue perfecta, el sacrificio de Cristo es suficiente, su cuerpo herido en la cruz es el velo roto que nos permite acceder al lugar santísimo, a la presencia de Dios mismo. No hacen falta más sacrificios, el río de gracia que manó de la cruz para cada uno de nosotros, nos permite acercarnos a Dios, aun a pesar de que nuestra naturaleza humana nos lleve a faltar ante sus ojos.
Es el amor a Dios, no el temor al castigo, quien nos lleva a una vida de santidad, de una constante búsqueda de Dios. Cada día debemos mirar por la fe la bendita cruz de Cristo y comprometernos a caminar en la luz que desde ella mana.
Un abrazo y bendiciones.